El encierro, el miedo obligado a la muerte propia y de los propios, el estar juntos en un espacio, no siempre fue tolerable. También demostró la inhumana crueldad y egoísmo que produce el miedo. Hacia dentro y hacia afuera de la familia.
Nos recordó que somos muy frágiles, en la solidaridad y en el egoísmo; muy frágiles, con el amoroso cuidado hacia los nuestros para protegerlos, pero otros, fueron cautivos inocentes de los deseos de sus malditos.
Dejó al descubierto cuán delicados somos; y cuán buenos o malos podemos ser. Una mirada insoportable hacia adentro de nuestra humanidad, y como en un espejo, reflejó lo que realmente somos. La Naturaleza, como una abrumadora tempestad, nos voló el techo de la casa, dejándonos a la intemperie. Violentamente. A todos. Igual que una guerra que nadie espera. ¿Estuvimos a la altura de esa catástrofe? ¿Estamos realmente salvados los que sobrevivimos? Bien dicen que no hay mayor estúpido que el soberbio que cae dos veces en el mismo pozo.
Hemos reemplazado la vida eterna por la eternidad de esta vida. Y aún en las condiciones límites de supervivencia, continuamos con nuestros afanes de egoísmo. Una lucha entre ciegos y no ciegos. Una lucha entre egoístas y altruistas. Como si la Historia de la Humanidad no hubiera harto demostrado que todo lo oculto salta a la luz, que todo lo injusto se paga, que todo lo que se gana mal, se pierde mal. Que lo sembrado, vuelve. Nadie se lleva nada, y depende de nosotros y de una gran responsabilidad de unos y otros, yo y mi prójimo, de hacer la vida hermosa o tenebrosa, aún con ellos.