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Bye bye, Mr. Iefedece

Publicado el Miércoles, 13 Diciembre 2023 13:10 Escrito por Hugo Pérez Navarro

El día 11 de diciembre se realizó -en el teatro del Instituto de Formación Docente Continua- la habitual entrega de medallas al personal docente y no docente. También hubo reconocimiento para quienes ya se encuentran gozando del beneficio de la jubilación. Tal es el caso del profesor Hugo Pérez Navarro, quien pronunció un mensaje que Calle Angosta comparte con sus lectores. 

Buenas tardes.

No sé quién tuvo la idea de ponerme a hablar aquí y ahora; no sé si fue una buena idea: ya se verá. Por ahora, les quiero contar esto que sigue.

Tengo una pequeña experiencia en este asunto de andar echando discursos de despedida cuando algo se termina, o alguien se va o cuando uno es el que se va. Me tocó hablar en nombre de todos los compañeros de promoción cuando terminamos la secundaria en la querida y lejana E. N. C. –el Comercial– de Río Cuarto. Lo mismo ocurrió en la entrega de diplomas cuando me gradué en la no menos querida U.N.R.C. Supongo que puede haber algo más, por ahí, si las cosas no se desbarajustan demasiado en el país. Aunque cada despedida es única, este asunto de echar discursos de despedida de algo que no se repite, de algo definitivo-y-para-siempre , parece ser una suerte de karma –“lento”– como dicen mis amigos misioneros cuando quieren decir que algo no es algo, sino que ese algo es como si fuera lo que pretende representar, pero que efectivamente no lo es. Por ejemplo, dicen: “Fulano parece que tiene una novia lenta” y debe entenderse que tiene una novia que en realidad no es tal.

Cuando tenía 11 años, a punto de ingresar en el último grado de la primaria, y estando en la casa de mis abuelos, casi en el extremo del sector más pobre del entonces pobretón barrio Alberdi de Río Cuarto, una señora preguntó si podía preparar a su hijo que tenía que entrar en tercero o en cuarto grado y tenía que rendir algunos temas. El pibe se llamaba Luisito y tenía un par de años menos que yo. Así que lo ayudé, le aclaré algunas cosas, le enseñé otras y quedó listo para rendir.

Lo cierto es que, así como César fue, vio y venció, Luisito fue, rindió y aprobó.

Y pasó a contarme de su triunfo y a decirme que no me podía pagar. Yo no le había cobrado, por cierto. Pero él quiso pagarme y me regaló un pequeño diccionario que conservé como recuerdo por muchos años.

Fue mi primer trabajo como docente. Y ese modesto diccionarito fue mi primera paga como tal. Lo tuve conmigo creo que hasta que mi biblioteca fue expurgada por razones “de público conocimiento”, como suelen decir los periodistas o la gente a la que le gusta ser llamada así.

Ya en la Universidad, en mi primera etapa universitaria, en 1974 –antes del diluvio, como escribió mi recordado amigo Mario Cacho Paoletti, en su novela homónima– fui auxiliar (ayudante de 2da. ad honorem) en la materia Introducción a los Estudios Universitarios.

Años después –después del diluvio–, mientras trabajaba en varias agencias de publicidad de Buenos Aires y escribía guiones de comerciales y artículos para un par de revistas, empecé a enseñar Creación Publicitaria en la Fundación de Altos Estudios Universitarios (la proto UCES) y Redacción en la Universidad de Palermo. Creo que, desde ahí –y salvo algún breve full time en alguna empresa de marketing o en el ministerio de educación, donde tuve como compañero al hasta hacer un par de días ministro de educación de la Nación y gran matero, Jimi Perczyk, nunca dejé de enseñar.

Cuando llegué aquí me enamoré del lugar, del trabajo, del clima y de una profesora de Historia de la Educación que trabaja en primaria. Parece que la cosa fue en serio. Los economistas suelen llamar a este tipo de situaciones “externalidades positivas”. Bueno, ya saben, muchos de ustedes estuvieron en nuestro casamiento.

Algo que me llamó la atención fue que las y los docentes para referirse a otro u otra docente le llamaban “colega”. Cuando pregunté si había por aquí un colegium de docentes, me dijeron que no. Entonces, no entendí cómo era esto de llamarse recíprocamente colegas. Pregunté entonces si había filósofos, y sí había uno y muy formado, por cierto. Hoy creo que hay dos más, una de ellas muy buena amiga. Como sea, entre nosotros, los que curtimos la filosofía, nunca nos dijimos colegas.

Curiosamente, en aquellos días luminosos, existía el bar/café/bufet/comedor de la querida y recordada Margarita, donde muchos de nosotros solíamos almorzar. Se armaban mesas lindas y muy gratas en las que compartíamos novedades, chusmeríos y compartíamos el pan. Qué casualidad: del hecho de compartir el pan entre los trabajadores deriva un par de palabras muy lindas: compañero y compañera.

Así que allí podíamos ser compañeros. Y lo fuimos como nunca en aquel glorioso paro de 2010, cuando cortamos la ruta nacional número 7.

Un conflicto que se ganó en las calles y terminó mal resuelto. Total que nos descontaron los días de lucha de un conflicto que habíamos ganado, porque nos animaba la razón. Así son los patrones, así son los que deciden y así pueden ser algunos dirigentes.

Creo que el tema aquí debería ser no el trabajo de docentes, sino la educación; o, más precisamente, las infinitas posibilidades que nos brinda la educación. Quiero decir, la educación entendida como hecho político. Y atención que hablo en el sentido clásico del término. Porque cuando decimos político necesariamente –en los conceptos que aquí manejamos– estamos hablando de la polis, entendida como comunidad, sociedad que nos define y nos hace humanos, según el viejo Aristóteles. Vale decir que estamos hablando no de nimiedades partidistas ni sectoriales ni de teorías económicas, sino de lo que hace al interés social, al interés de la polis como totalidad y, consiguientemente nos referimos a lo que hacer al interés de todos y cada uno de sus miembros.

Ese es el motivo por el cual debemos olvidar la idea mojigata del Sarmiento maestro sólo preocupado por “sembrar escuelas”: su propósito era organizar un país detrás de un proyecto político que tenía a la educación como clave fundamental con posibilidades de crecimiento en el mundo violento y duro del siglo XIX. Siglo al que Sarmiento le fue descarnadamente fiel. Si no, que lo diga el Chacho Peñaloza.

De modo que, cuando educamos, estamos haciendo política en el mejor de los sentidos posibles: estamos, cada uno de nosotros, desde nuestros modestos puestos de trabajo, haciendo patria. Recordemos entonces, que esta dulce provincia de San Luis hay sido cuna de maestras y maestros, distribuidos, muchos de ellos, hacia los cuatro rumbos. Entre ellos se destacan muchos que se fueron a nuestra Patagonia. ¿A ganar guita? No: a hacer patria, porque educar –aunque parezca grandilocuente– es hacer patria: todos los días, todas las semanas, a lo largo de ciclos a veces agotadores, ejerciendo una profesión que, como en pocos trabajos, cuando los hacemos bien (y cada uno sabe perfectamente cuándo se da eso) nos dejan la satisfacción del deber cumplido reflejada en las caras de nuestros alumnos y alumnas.

No hay país sin educación pública.

Puede, a lo sumo, haber una colonia paqueta, con posibilidades para muy poquitos.

Seguramente muchas y muchos docentes se van a replantear varias cosas dentro de algunos meses. Algunos caerán en estos días en la cuenta de que se ha eliminado el Ministerio de Educación: todo un mensaje y un proyecto. Podremos entonces apreciar el valor y la importancia de la educación –de la educación popular, como decía Sarmiento, refiriéndose a la educación pública– no sólo para nuestro bienestar particular sino para la consolidación de una sociedad integralmente constituida. Y recordemos que no basta con quejarnos en casa: los docentes hemos tenido la iniciativa en muchos casos en los que organizaciones de trabajadores más fuertes y consistentes, debatían qué se podía hacer.

Para terminar quiero decir que el afecto y la gratitud que atraviesan estas palabras están dedicados en primer término a mis compañeras y compañeros del profesorado de educación tecnológica, muchos de los y las cuales sostuvieron a lo largo de los años y en todo momento un alto sentido de la solidaridad y la lealtad para con los demás. Y ustedes saben lo que es la lealtad para quienes suscribimos un determinado proyecto político-social y pusimos en juego la vida y la libertad por nuestros compañeros y especialmente por quienes a priori no lo son. 

Quiero también expresar mi afecto y gratitud para todas y todos las chicas y chicos que fueron mis alumnos hasta el último día, lamentando que nos vetaran la posibilidad –que era una necesidad más que obvia– de completar el ciclo hasta el final del cuatrimestre (faltando tres semanas) de modo extraoficial, con todas las responsabilidades del caso a mi cargo. Bueno, es sabido que no se puede dar por el kilo más de lo que el kilo da. Sin embargo los pibes y las pibas conspiraron con Cintia, mi compañeram para regalarme, con una despedida sorpresa, un momento único.

Agradezco de modo especial a las chicas y chicos que fueron mis auxiliares y que después me regalaron la alegría y el orgullo de tenerlos como compañeras y compañeros docentes en otros espacios curriculares; a las y los “vecinos” de los profesorados de teatro y de matemática, carrera que tuvimos la audacia de concebir y bocetar en el aula 16, con todos los compañeros de nuestro profesorado, bajo la batuta de María Marta Rodríguez.

De hecho, el respeto y el afecto recibido por todos y cada uno de quienes se desempeñaron y desempeñan como docentes en esta casa desde el primero al último momento, hizo que cada uno de los días vividos aquí fuera algo digno de ser vivido.

Pero de modo especial quiero agradecer y rendir mi homenaje a todas las compañeros no docentes, varios de los cuales se iniciaron en tareas de maestranza para pasar luego a labores administrativas, dando un claro ejemplo de que la movilidad social ascendente sigue siendo una de las cuerdas vitales de nuestra vida como sociedad. Una cuerda que debemos mantener afinada, que debemos defender y sostener, dado que es el más claro indicador de que la justicia social es posible, especialmente cuando en los trabajadores no vemos números, no vemos cosas, no vemos recursos como pretende esa paradójica y horrible expresión tecnocrática, importada de otro país, sino que sabemos que estamos ante personas, ante seres humanos, dispuestos a hacerse cargo de sus obligaciones a partir de saberse  sujetos de derecho amparados una tradición jurídica y política plenamente democrática.

Por eso –y quienes me conocen saben que no tengo que dar muchas explicaciones sobre lo que da motivo a esto–, quiero decirles: a Sonia, Irma, Julia, Stefi, Vero Pérez, Fernando, Carina, Darío, Moniquita, Rafael, Cecilia, Sofi y Caro de Biblioteca, a Marcelo Fajardo, que tantas veces nos salvara los partidos y a los restantes compañeros de Sistemas, a los compañeros de maestranza con quienes nos saludábamos cuando nos cruzábamos o cuando iba a lavar el mate  y a todos los compañeros y compañeras cuyos nombres desconozco, pero no desconozco sus caras agradables, su sabio y manso hacer la vida como gente de pueblo, como yo, como nosotros, de gente honesta y trabajadora, que, de mínima, trata de hacer mejor la vida de los demás.

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