Pero nótese que la memoria es odiosa cuando se vuelve negacionista; es decir cuando, ante la evidencia, “de eso no se habla”, se tapa, se oculta y –peculiarmente- se desvirtúa de la verdad; sí, eso es lo peor: que se tergiverse, que se enuncie de tal manera que se entienda otra cosa y, en lo posible, lo antagónico, lo diametralmente opuesto a la verdad de los hechos.
Hace pocos días revivimos una de las jornadas más emocionalmente sensibles –una vez más, después de dos años- y cargada de una ontología tal que deja fuera de discusión cualquier otro relato: memoria (la auténtica), verdad y justicia; esos fueron los motivos para que una multitudinaria movilización popular en buena parte del país recorriera lugares de tortura, muerte y desapariciones: eso que se llama “terrorismo de estado”.
Entonces cuando no se puede tapar el sol con las manos aparece el “no fueron 30”; o que del otro lado también hubo víctimas (¡seguramente que sí!), mas cuando el aparato de un estado se usa sistemáticamente para intentar corromper un pensamiento ideológico (aunque no nos guste), nada puede estar bueno ni ser justificado; esa es la gran diferencia que tira por tierra cualquier afano (que nunca está bien) de bienes, dinero y –sobre todo- de niños y niñas, hoy hijos y nietos de una generación que pensaba distinto o diverso, para usar un término más cotidiano de los últimos tiempos.
Quizá cada 24 de marzo se vuelva una total fecha patria, porque no se trata sólo de no olvidar sino de reivindicar y seguir construyendo valores como la libertad, la soberanía y algo tan simple como no volver a cometer los mismos errores y repetir los aciertos.
A propósito, el mundo vive una guerra que –por lo que parece- algo tiene que ver con esos derroteros, porque del otro lado hay intereses mezquinos y, especialmente, vidas perdidas; si, incluso adrede, desconocemos que los que se fueron y amenazan volver son los mismos de antaño, indudablemente la memoria odiosa no nos salvará de un futuro incierto en un país inmensamente rico y promisorio.
Si no hay más perro que la gata, quizá sea hora ya no cambiar el collar sino de dejar de ser perro, tal como escribiera proféticamente el prócer de nuestra civilidad.