Hace casi 60 años, Francia aprobaba su nueva constitución a través de un referendo. Nacía así la Quinta República, que reemplazaba al parlamentarismo tradicional por un semi presidencialismo. Charles de Gaulle, padre de la nueva constitución y gran vencedor del referendo, había logrado imponer su ideal de un poder ejecutivo fuerte con un presidente elegido por el sufragio universal y ya no a través del Congreso. Su oposición denunció “una constitución a medida”, lo que sin duda era. Quién sería su principal opositor, François Mitterrand, denunció los peligros del nuevo poder centralizado, que eliminaría según él las estructuras intermedias entre el presidente y la ciudadanía y, paradójicamente, alentaría la aparición de una clase de administradores públicos, indiferente a los reclamos populares (hoy diríamos que denunciaba los peligros del populismo…). Mitterrand llegó a escribir un libro al respecto, “El golpe de Estado permanente”, que ayudó a impulsar su carrera y transformarlo en el challenger natural de De Gaulle.
Años más tarde, en 1981, Mitterrand fue elegido presidente bajo ese régimen tan criticado y manejó con maestría las instituciones de la Quinta República y la “peligrosa” relación directa entre gobernante y gobernados. Con ideas bastante diferentes a las de su antiguo rival, el gran florentino de la política francesa que fue Mitterrand se adaptó a las reglas de juego instauradas “a medida” por el viejo general de la Segunda Guerra Mundial y consiguió incluso ser reelegido. Hoy, el denunciado y el denunciante forman parte del panteón de los grandes presidentes de Francia.
Hace unos días, Los Irrompibles, una agrupación radical que apoya al kirchnerismo, publicó un afiche de CFK haciendo el clásico gesto con las manos que Raúl Alfonsín instauró en la campaña presidencial de 1983. Esa “apropiación” del pasado generó muchas críticas e indignaciones entre quienes se definen como alfonsinistas de pura cepa y consideraron ese gesto como hipócrita, demagógico y un sin número de calamidades más.
Quienes se interesan por la política no deberían indignarse ni por la demagogia ni por la hipocresía, ya que son herramientas inherentes al ejercicio profesional de cualquier político, empezando por quienes prometen, con demagogia e hipocresía, terminar con ambos vicios. Como escribió el duque de La Rochefoucauld hace más de 300 años: “La hipocresía es un tributo que el vicio rinde a la virtud”.
Creo que el alfonsinismo verdadero, como el peronismo auténtico, el yrigoyenismo genuino, el desarrollismo certificado, el kirchnerismo pipí cucú e incluso el trotskismo químicamente puro, son, como el Nahuelito o el segundo semestre del presidente Macri, seres imaginarios. Se trata más bien de un conjunto de ideas y de prácticas que apuntan a un proyecto político, y no de una religión con un texto canónico que podría definir lo que es auténtico de lo que no. De ahí que tengamos a funcionarios de un gobierno como el de Cambiemos que se dicen alfonsinistas, así como entusiastas de CFK que tienen la misma convicción.
Los líderes políticos que recordamos son grandes referentes, lo que implica que no tienen dueños, ni herederos designados. ¿Mitterrand fue hipócrita al instalarse cómodamente en el sistema que tanto denunció? ¿Fue demagógico al usar las instituciones que le habían parecido peligrosas bajo otro presidente? Son preguntas políticamente irrelevantes.
Alfonsín fue algo más que la estampita candorosa, pletórica de bondad, que algunos veneran. ¿Apoyaría hoy al gobierno de Cambiemos o sería opositor? No tengo idea. Lo que sí sabemos es que, por ejemplo, en 2005 apoyó la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que había implementado casi 20 años antes. Opinó que la realidad y la relación de fuerzas habían cambiado y era acertado volver atrás. De no estar vivo en aquel momento, sus más fieles seguidores podrían haberse opuesto a la anulación, argumentando con pasión que ambas leyes eran un legado sagrado de Alfonsín.
Por suerte para todos nosotros, él, como De Gaulle, Mitterrand y los presidentes que queden en nuestro recuerdo, no son textos canónicos: son líderes políticos y su legado no requiere ser interpretado por un consejo de sabios ni está protegido por copyright alguno.